jueves, 30 de mayo de 2013

 
Sin derecho a decidir sobre su maternidad, las mujeres ni son libres ni son iguales
El aborto: 1985-2013 de la despenalización al derecho
La primera ley del aborto en democracia la sacó adelante el PSOE, siendo ministro de Justicia Fernando Ledesma. Aunque fue inicialmente aprobada en 1983, tuvo que ser corregida en parte tras la sentencia del Tribunal Constitucional de 1985 (el PP la había recurrido) y entró en vigor ese año.
Establecía que el aborto era delito salvo en tres supuestos: violación (alegable en las primeras 12 semanas); malformación del feto (hasta la semana 22) y riesgo grave para la salud física o psíquica de la mujer (en cualquier momento). Los dos últimos supuestos requerían un informe médico.
El sistema de supuestos de 1985 (que el PP no tocó durante sus años de Gobierno) fue sustituido por uno de plazos con la ley de 2010, siendo ministra de Igualdad la socialista Bibiana Aído.
La ley establece que el aborto es un derecho de la mujer en las primeras 14 semanas (en ese plazo, no tiene que alegar ningún motivo); después permite abortar, hasta la semana 22 y previo informe médico, por “grave riesgo para la vida o la salud de la madre o el feto”; a partir de entonces, solo si el feto sufre “enfermedad extremadamente grave o incurable” o anomalías “incompatibles con la vida”.
El actual ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón (PP), ha dado algunas pistas de cómo será su ley: “Volveremos a una ley de supuestos”, aseguró. Solo ha citado dos: violación y “peligro cierto” para la salud física o psíquica de la madre. Y ha añadido que esos supuestos “no deben ser pretextos”: “Se deberán acreditar”. "No entiendo que se desproteja al concebido (con el aborto) por el hecho de que tenga alguna minusvalía o malformación”. Desaparecerá la posibilidad de que (las menores) aborten sin permiso de sus padres”, ha asegurado.
El resultado es previsible: solo un reducido número de mujeres cuya casuística entre en los limitados supuestos autorizados, podría abortar de forma legal. El resto, seguiría abortando, por supuesto, pero fuera de país o de la ley. Como en el franquismo. Volvería a ocurrir lo que ya hemos visto antes: que las mujeres de mejor posición, con mayor cultura, información y recursos, incluidas muchas católicas, irían a abortar al extranjero.
 
Nada hay más personal que el cuerpo y más íntimo que la sexualidad; pocos acontecimientos marcan tanto la vida como tener un hijo, o no tenerlo. Por obvias razones biológicas, esto es especialmente cierto para las mujeres. Los términos en que se regulan las decisiones sobre esta cuestión personal –quién, cómo, cuándo, dónde- son un asunto político, porque obligan a escoger entre distintas visiones del mundo.
Desde una visión laica vinculada a los valores ilustrados, el Estado debe ser neutral respecto a las opciones religiosas y morales de sus ciudadanos. Así, en un tema éticamente controvertido como el aborto, ni obliga a ser madre ni a interrumpir el embarazo: deja un margen dentro del cual la mujer, como ciudadana de pleno derecho directamente afectada, elige autónomamente si quiere o no tener hijos y cuándo. Se reconoce pues el derecho a decidir sobre la maternidad, se pondera con el carácter de bien jurídico del nasciturus y se refuerza la salud sexual y reproductiva con el fin de prevenir embarazos no deseados y reducir el número de abortos (un desenlace que, no nos engañemos, es siempre traumático). Esta es la posición que refleja la ley de plazos vigente en España desde 2010, semejante a las que rigen en la mayor parte de países de nuestro entorno.
Existen por otra parte las visiones políticas confesionales, donde la separación entre el Estado y un determinado culto tiende a difuminarse, al menos en los temas con implicaciones éticas. Aparece la tentación de convertir al Estado en agente secular del culto en cuestión e imponer la norma moral de éste al conjunto de la población, confundiendo incluso las categorías de pecado y delito. Este proceder limita la autonomía de todos los ciudadanos en lo que respecta a las preferencias religiosas. Pero para las mujeres la restricción va más allá, si prospera un cierto relato sobre la vida humana en el que la interrupción voluntaria del embarazo es homicida siempre y en todo caso, y la maternidad aparece como verdadero horizonte “natural” –es decir, socialmente válido- de realización femenina. En coherencia con tal relato, estas visiones políticas confesionales aspiran a prohibir la interrupción voluntaria del embarazo, convirtiéndola en hecho punible, o como mínimo a limitarla severamente.
No obstante, en contextos complejos –por ejemplo, una transición hacia la modernidad democrática- la correlación de fuerzas sociales y políticas puede dar lugar a que, aun sin reconocerse el derecho a decidir, se acepten algunos supuestos de despenalización del aborto. Este fue el tipo de contexto en el cual se aprobó la primera ley española de interrupción voluntaria del embarazo, en 1985.
Han pasado casi treinta años desde entonces, la sociedad española ha madurado y se ha modernizado. Sin embargo, parece que la reforma de la regulación del aborto anunciada por el Ministro de Justicia –la selección de este Ministerio como responsable del tema es ya toda una declaración de principios- no se conformará con retroceder hasta 1985, sino que dará el salto hacia una apuesta netamente confesional, que nos acercará más a Irán que a Alemania.
Sustraer a las mujeres la capacidad de decidir sobre su maternidad, poniendo esa decisión en manos de otro –sea médico, juez, sacerdote o ministro- es cercenar su autonomía ante una circunstancia que condicionará el resto de sus días. Sólo se puede hablar de libertad e igualdad para las mujeres si se les reconoce el control sobre su cuerpo y su vida, dos cosas que –a veces es preciso repetir lo obvio- son suyas y sólo suyas. De lo contrario se las convierte en una especie de ciudadanas de segunda, adultas sólo a veces, autónomas a medias. Con voz y voto para elegir a quienes gobiernan el futuro de todos, pero sin ellos a la hora de escoger el suyo propio. Esta contradicción es insoportable en una sociedad avanzada. La igualdad y la libertad no son opcionales en democracia, y sin derecho a decidir sobre su maternidad, las mujeres ni son libres ni son iguales.
Negar a las mujeres la capacidad de elegir en este campo no es crearles un engorro adicional, otra “blusa con botones en la espalda”. Es infinitamente más grave. Es imponer una camisa de fuerza –nunca mejor dicho- al 50% de la ciudadanía española, y reconstruir una muralla que ya había caído.
Señor Ministro, en esto, nosotras decidimos.
 
 
SANDRA LUCAS TRIVIÑO C1

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